LA VIDA EN UNA BOLSA DE MANO
Atravieso el cielo camino del norte palestino. Siempre me parecieron tristes los aeropuertos, aunque a veces la gente también se encuentre en ellos y los abrazos de bienvenida florezcan luminosos en las salas de llegadas. Siempre recuerdo con más claridad las despedidas. El llanto que acompaña el adiós, llámame cuando llegues, que tengas buen viaje. Y el ritual de después tiene algo de partida definitiva. El desnudarse ante los arcos que detectan metales y malas intenciones, el presentar el pasaporte como quien entrega la moneda a Caronte y esas cosas.
Y son las salas de embarque algo así como un purgatorio, en el que todos somos extraños, de paso. Y las esperas, mientras los altavoces nombran el número de vuelos en los que nunca viajaremos, sirven para reflexionar sobre el sentido de nuestro viaje, sobre los planes y los fracasos. Y revisamos los mensajes en el móvil para recordar un pasado lejano y huidizo.
Y el viaje nos convierte en otros habitando nuestro cuerpo. Miramos cómo la ciudad, cayendo la tarde, se convierte en un enjambre de luciérnagas y todo se empequeñece. Y nos preguntamos qué sería de nosotros si nuestra vida cupiera en la bolsa de mano que nos dejan introducir en el avión (sin fluidos ni instrumentos cortantes). Y en la bolsa adivinamos los rostros, salvapantallas de la memoria, de aquellos que nos quieren y que abrazamos antes de subirnos al avión -llámame cuando llegues, que tengas buen viaje-, y el mapa del recuerdo, donde enterramos aquello que quisimos ser, el sueño que nos asalta mientras dormitamos en el asiento antes de que la auxiliar nos pida que lo devolvamos a su posición vertical.
Y mientras sobrevuelo el sur desértico de Palestina, mientras el mundo se derrumba abajo, mientras Madrid arde y prepara las guirnaldas y la feria, mientras el mundo parece ser una pesadilla y uno, a ratos, es feliz, pienso, mirando el azul del cielo que ilumina la ventanilla: YYO SOY DE AQUÍ.
Y son las salas de embarque algo así como un purgatorio, en el que todos somos extraños, de paso. Y las esperas, mientras los altavoces nombran el número de vuelos en los que nunca viajaremos, sirven para reflexionar sobre el sentido de nuestro viaje, sobre los planes y los fracasos. Y revisamos los mensajes en el móvil para recordar un pasado lejano y huidizo.
Y el viaje nos convierte en otros habitando nuestro cuerpo. Miramos cómo la ciudad, cayendo la tarde, se convierte en un enjambre de luciérnagas y todo se empequeñece. Y nos preguntamos qué sería de nosotros si nuestra vida cupiera en la bolsa de mano que nos dejan introducir en el avión (sin fluidos ni instrumentos cortantes). Y en la bolsa adivinamos los rostros, salvapantallas de la memoria, de aquellos que nos quieren y que abrazamos antes de subirnos al avión -llámame cuando llegues, que tengas buen viaje-, y el mapa del recuerdo, donde enterramos aquello que quisimos ser, el sueño que nos asalta mientras dormitamos en el asiento antes de que la auxiliar nos pida que lo devolvamos a su posición vertical.
Y mientras sobrevuelo el sur desértico de Palestina, mientras el mundo se derrumba abajo, mientras Madrid arde y prepara las guirnaldas y la feria, mientras el mundo parece ser una pesadilla y uno, a ratos, es feliz, pienso, mirando el azul del cielo que ilumina la ventanilla: YYO SOY DE AQUÍ.
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